Guatemala, el país de los volcanes
Estamos en el Cinturón de Fuego del Pacífico, esa herida planetaria que recorre los bordes del océano y que convierte a Centroamérica en escenario de volcanes, temblores y suelos fértiles. La geografía no es un telón de fondo: es protagonista. Más de treinta conos se alzan sobre su territorio, silenciosos unos, inquietos otros, y al menos tres permanecen en una vigilia constante, recordando a cada habitante y viajero que el subsuelo es una fuerza viva.
El Volcán de Fuego es quizá el más emblemático de todos, un guardián de 3.763 metros cuya presencia se siente incluso desde lejos. Sus erupciones son frecuentes, a veces pequeñas explosiones que lanzan ceniza y rugidos al cielo, otras veces más violentas, capaces de obligar a evacuar comunidades y suspender la vida cotidiana. En marzo de 2025 volvió a alzarse con furia, cubriendo de polvo oscuro las aldeas cercanas y obligando a cientos de familias a dejar sus casas.
Sin embargo, pese a esa amenaza latente, quienes viven a su sombra conviven con él con una mezcla de respeto y resignación: el volcán destruye, pero también enriquece, fertilizando la tierra con minerales que permiten cultivar maíz, café y frutas tropicales.
Un poco más al sur se levanta el Pacaya, de 2.552 metros, otro volcán inquieto y cercano a la capital. Sus laderas son escenario de excursiones en las que es posible, con guía, acercarse a flujos de lava recientes, sentir el calor que se escapa de las grietas y comprender lo que significa habitar en un territorio volcánico. En noches despejadas, el resplandor incandescente que desciende por sus faldas ilumina el horizonte con una belleza tan peligrosa como hipnótica.
En el occidente del país, el complejo de Santa María y Santiaguito muestra otra cara de esta vitalidad telúrica. Tras la devastadora erupción de 1902, que sepultó ciudades enteras y dejó cicatrices profundas en la memoria colectiva, el domo de Santiaguito sigue activo, liberando gases y cenizas de manera intermitente. Es un recordatorio permanente de que la calma es solo aparente, de que el tiempo geológico y el humano se entrecruzan con dramatismo.
Los volcanes no son únicamente montañas: son relato y mito. Cada uno tiene su leyenda, sus nombres en lenguas mayas, sus historias de dioses que escupen fuego o duermen bajo la tierra. La geografía, en Guatemala, se confunde con lo sagrado.
Y en medio de esta cadena de gigantes emerge una joya que ha alimentado tanto la ciencia como la literatura: el Lago de Atitlán. A 1.560 metros sobre el nivel del mar, con unos 18 kilómetros de longitud y profundidades que alcanzan los 340 metros, este lago ocupa una caldera volcánica formada hace más de 80.000 años. Su origen telúrico explica sus aguas intensamente azules, los acantilados abruptos que lo rodean y los volcanes que lo custodian: Atitlán, Tolimán y San Pedro, que se elevan como tríptico perfecto en el horizonte.
Alexander von Humboldt lo describió como el lago más hermoso del mundo, y más tarde Aldous Huxley lo comparó con el de Como, en Italia, “pero con añadidos, con colosos mayúsculos”. Y es cierto: el paisaje parece una pintura en la que la naturaleza ha decidido no ahorrar en dramatismo. Las aguas reflejan volcanes que se tiñen de rojo al amanecer, mientras pueblos mayas se aferran a las orillas con sus muelles de madera, sus mercados coloridos y sus rituales cotidianos.
Por qué hay tantos volcanes en Guatemala
Guatemala se asienta sobre un punto de encuentro entre placas tectónicas: la del Caribe y la de Cocos, que se deslizan una bajo otra frente a la costa del Pacífico. Ese choque —conocido como subducción— es el responsable de que el país forme parte del Cinturón de Fuego del Pacífico, una franja que rodea el océano desde Sudamérica hasta Japón y concentra más del 75 % de los volcanes activos del planeta.
En Guatemala hay identificados más de treinta volcanes, de los cuales tres permanecen activos: el Fuego, el Pacaya y el Santiaguito. La actividad sísmica y volcánica es constante, aunque forma parte del equilibrio natural que ha modelado su relieve y fertilizado los suelos. De esa tensión geológica nace, paradójicamente, parte de la belleza del país: montañas jóvenes, valles fértiles y un paisaje que parece siempre en movimiento.
El alma de los volcanes
En la cosmovisión maya, los volcanes no son masas de roca sino seres vivos. Se les atribuye voluntad, carácter y hasta humor. Algunos son considerados guardianes del territorio; otros, puertas de comunicación entre el mundo visible y el inframundo.
Las comunidades que viven a su alrededor los veneran con ofrendas de maíz, incienso y aguardiente, pidiendo protección o lluvia. En días señalados, los sacerdotes mayas encienden fuegos ceremoniales en sus faldas, convencidos de que el volcán escucha.
El Fuego, el Pacaya o el Atitlán son parte de un mismo universo espiritual en el que la tierra respira, habla y enseña. En esa creencia, tan antigua como actual, se resume la relación profunda que los guatemaltecos mantienen con su paisaje.
El viento Xocomil, que sopla con fuerza en las tardes, agita la superficie como si el lago respirara. Los locales dicen que se lleva los pecados de quienes lo navegan. Esa combinación de mito y meteorología condensa la esencia de Atitlán: un lugar donde la naturaleza es al mismo tiempo explicación racional y relato espiritual.
Las aldeas que rodean el lago —San Juan, Santiago, Santa Catarina Palopó— son depositarias de lenguas y tejidos que resisten a la homogeneización del mundo moderno. El mundo maya no es una postal congelada ni una recreación para turistas: es vida real, con mercados que empiezan antes del amanecer, con mujeres que aún tiñen el algodón con pigmentos naturales, con ceremonias que se celebran frente a altares improvisados en las orillas.