Groenlandia: cultura inuit, glaciares y vida ártica
En el extremo norte del planeta, donde las coordenadas se diluyen y la idea misma de civilización parece desvanecerse, se extiende Groenlandia. Una isla inmensa, casi mitológica, que arrastra un nombre que no le corresponde. Grœnland, Tierra Verde, la llamó Erik el Rojo para tentar a otros a colonizar estas costas heladas. Hoy, esa ironía persiste como una puerta de entrada a lo imposible.
Groenlandia no es verde. O sí, pero solo en los breves veranos de la costa, donde el hielo retrocede y la tundra florece en pequeños milagros botánicos. En su interior, una capa de hielo cubre más del 80% del territorio. Un continente blanco dentro de una isla. Un espejo de lo que fuimos, de lo que podría desaparecer.
No hay carreteras que conecten sus ciudades. No se llega por tierra. Groenlandia se conquista por mar o por aire. Pero el acceso real, el que transforma, ocurre desde la cubierta de un barco. Navegar por sus costas es asistir a una lección de geografía viva: fiordos infinitos, glaciares que se desprenden en un estruendo antiguo, icebergs que flotan como esculturas errantes, ballenas que emergen como apariciones.
Es también una clase de ecología en movimiento. Groenlandia alberga el parque nacional más extenso del planeta y uno de los ecosistemas más frágiles. Northeast Greenland National Park, cubre unos 972 000 km², más grande que España y Francia juntas y cien veces Yellowstone. En tierra, sobreviven bueyes almizcleros, zorros árticos, renos, liebres blancas. En el cielo, el vuelo sereno de los frailecillos o el patrullar solitario del halcón gerifalte. En el mar, narvales, rorcuales, yubartas, belugas, y focas que se confunden con el hielo.
Crucero sí, pero de expedición
La mejor forma de descubrir Groenlandia es desde un barco de exploración. No hablamos de grandes cruceros ni de rutas comerciales, sino de embarcaciones preparadas para adentrarse en fiordos ocultos, donde no hay puertos ni caminos. Solo el hielo, el silencio y la posibilidad de desembarcar en lugares donde raramente ha llegado alguien más.
Estos barcos son pequeños, maniobrables, con pocos pasajeros. Se duerme a bordo, se sale en lanchas semirrígidas para caminar sobre glaciares, observar fauna ártica o visitar asentamientos inuit. Hay charlas con naturalistas, tiempo para mirar el horizonte sin prisa y una vida a bordo con todo lo esencial para sentirse parte del paisaje, no un mero espectador.
La naviera HX Expeditions ofrece este tipo de viajes: rutas poco transitadas, con desembarcos diarios y la sensación real de estar explorando uno de los últimos territorios remotos del planeta.


Groenlandia es también cultura. Es también resistencia. En esta isla olvidada viven unas 56.000 personas, en su mayoría inuit. En localidades como Nuuk o Ilulissat, el hielo dicta el calendario. El kayak, la caza, el conocimiento del hielo y los animales siguen siendo parte esencial de una forma de vida marcada por el aislamiento y la adaptación.
Viajar hasta aquí es encontrarse con una cultura que ha desafiado al clima durante milenios. Una cultura que, pese al cambio climático y la modernidad, conserva una mirada distinta sobre el entorno. Y un idioma propio: el kalaallisut, declarado lengua oficial en 2009. Groenlandia es, desde hace décadas, una autonomía dentro del Reino de Dinamarca, con gobierno propio y control sobre la mayor parte de sus recursos. Pero también es un territorio codiciado. Por lo que esconde bajo el hielo. Por su posición geoestratégica. Por lo que representa en un mundo en calentamiento.
El Fram y la lección inuit
Antes de internarse en el hielo del Ártico, el explorador polar Fridtjof Nansen y su tripulación pasaron por Groenlandia. Allí aprendieron de los inuit cómo sobrevivir en condiciones extremas: manejar trineos con perros, moverse sobre el hielo, leer el paisaje. Aquella enseñanza fue esencial para lo que vendría después.
El Fram, el barco que los llevó al norte, era una maravilla de la ingeniería: su casco redondeado estaba diseñado para que el hielo creciera a su alrededor sin aplastarlo. Durante casi tres años, quedó atrapado en el hielo por decisión propia. Lo convirtieron en observatorio, en refugio, en experimento. Incluso generaban electricidad con un molino de viento conectado a una dinamo. No fueron a conquistar el hielo, sino a convivir con él. Y todo empezó en Groenlandia.
- Viviendas en Qeqertarsuaq. —
- El kayak es la mejor forma de hacer desplazamientos cortos. —
- Sisimiut. Foto de Ted Gatlin. —
- Un guía, armado para proteger de los osos polares, cerca de Hekla Havn.
Y sin embargo, Groenlandia es mucho más que eso. Es belleza extrema. Es silencio absoluto. Es la prueba de que el ser humano puede habitar incluso los confines del planeta. Es la última frontera. Y es también el deseo de llegar, de ver, de comprender.
Por eso hay que ir. No por lo que pueda dar, sino por lo que pueda enseñar. Porque allí, entre el hielo y el viento, todavía hay cosas que se revelan sólo al que se acerca con respeto y asombro. Y porque hay lugares que, una vez vistos, ya no se olvidan.