Madeira, la isla bon vivant donde el lujo sabe a sobremesa
Muchos han oído hablar de ella, pero pocos sabrían situarla con precisión en el mapa. ¿Está cerca de Canarias? ¿Pertenece a Portugal o es un país independiente? ¿Se parece a las Azores? Madeira flota en la imaginación como un eco lejano, envuelta en brumas atlánticas y nombres sonoros —Reid’s, vino, levadas— que se mencionan sin saber muy bien de qué se habla.
Y sin embargo, basta un solo día en la isla para comprender que Madeira no es un lugar que se recorra: es un lugar que se saborea. No por casualidad, muchos de sus momentos más memorables ocurren después del postre. Cuando el sol comienza a bajar sobre el mar, cuando el Malvasía madura en el paladar, cuando una caminata entre hortensias da paso a una siesta inesperada, cuando la sobremesa no es una pausa sino una forma de estar en el mundo.
Un mapa mental
Madeira está donde no te la esperas. Al sur de Lisboa y al norte del Trópico, más cerca del Sáhara que del Algarve, más cerca de la calma que del ruido. El viajero que llega buscando una postal lusa se encuentra con un relieve feroz, cubierto de vegetación prehistórica, atravesado por canales imposibles y salpicado de jardines coloniales. Un lugar que es Portugal, pero no el Portugal que uno cree conocer.
- Quinta Jardins do Lago. —
- Hotel Les Suites. —
- Hotel Porto Santo piscina. —
- Vistas del hotel Porto Santo.
El lujo tranquilo de dormir en una quinta
Dormir en Madeira es más un arte que un acto logístico. Sobre todo si se hace en una quinta: esas antiguas casas señoriales que hoy funcionan como pequeños hoteles con alma. Las hay minimalistas y refinadas como Les Suites, exuberantes y florales como Jardins do Lago, o con ese punto de decadencia elegante que sólo se encuentra en lugares como el Belmond Reid’s Palace, suspendido sobre el océano desde hace más de un siglo. Aquí, el lujo no se mide en metros cuadrados, sino en el tiempo que uno se permite no hacer nada. En Porto Santo, la isla vecina, el histórico hotel Porto Santo comparte ese mismo espíritu, con su emplazamiento frente a una playa infinita que convierte cada amanecer en una lección de sobriedad y calma.
El mar como sobremesa
Hay islas donde el mar impone velocidad, y otras —como Madeira— donde el agua invita a quedarse. Se puede salir en velero al caer la tarde, cuando Funchal se enciende como una costura de luces. O remar en kayak bajo acantilados de lava, sin más sonido que el eco del remo y algún pájaro distraído. O hundirse en aguas profundas para encontrar restos de barcos y tubos de basalto, testigos callados de una geografía que continúa bajo el mar. Hay quienes se lanzan en busca de delfines o cachalotes, y quienes simplemente se tumban a mirar. Pero quizá lo más madeirense de todo sea esto: fondear sin prisa, abrir una botella, dejar que un chef local cocine pescado fresco en la cubierta, y brindar como si el mar fuera una sobremesa líquida y sin final.
- El Reid's Palace domina el promontorio sobre roca con impresionantes vistas al Atlántico. Fotos: Belmond. —
- A principios del s.XX, el hotel ya era el lugar de veraneo de la burguesía británica. —
- La galería con vistas al océano es el lugar perfecto para disfrutar de los vinos de Madeira. —
- Las piscinas prácticamente cuelgan sobre los acantilados.
Reid’s Palace, un icono atlántico
Inaugurado en 1891 sobre un acantilado de Funchal, el Reid’s Palace se convirtió en la gran referencia hotelera del Atlántico. Concebido por el escocés William Reid, fue dirigido por sus hijos tras su muerte y muy pronto atrajo a la aristocracia y a personajes como Winston Churchill o George Bernard Shaw.
Hasta 1964, cuando se construyó el aeropuerto, los huéspedes llegaban en barco y eran subidos en hamacas hasta el promontorio donde se alza el hotel. Hoy, bajo la gestión de Belmond, el Reid’s conserva su estilo clásico británico —blancos, azules y salones luminosos— y una tradición que lo ha hecho célebre: el té de la tarde con vistas al Atlántico.
Sus jardines botánicos, con especies procedentes de Brasil, Australia o Japón, son un museo vivo de exotismo vegetal. Y desde aquí, Madeira se contempla como lo hicieron los primeros viajeros: entre la elegancia de un palacio y el horizonte infinito del océano.
Gastronomía con guiño
Madeira tiene esa rara cualidad de saber reírse de sí misma. ¿Un ejemplo? El pez espada con plátano frito, combinación que haría fruncir el ceño a cualquier chef ortodoxo… hasta que lo prueba. Pero más allá de lo tradicional, la isla vive una efervescencia gastronómica silenciosa, elegante, y sorprendente.
Restaurantes como Kampo, Peixaria o Oxalis están reinventando los sabores locales con un lenguaje contemporáneo que no reniega del territorio. En otros, como The Dining Room, Recanto, Peix do Mar, Audax, Desarma o Gazebo, lo importante no es tanto lo que comes como cómo y con quién lo compartes. Y eso, en Madeira, casi siempre implica vistas, clima perfecto y una sobremesa larga.

El arte de estirar la sobremesa
En esta isla, vivir bien es la práctica de una ambición. Una caminata por las levadas se convierte en ritual si empieza temprano y termina con una copa de vino entre los viñedos. Una travesía en barco por la costa adquiere otro sabor si hay un chef a bordo cocinando el pescado que acaba de salir del agua. Hasta el bordado tradicional, con sus hilos minuciosos y su ritmo pausado, parece pensado para gente que no tiene prisa.
Y si uno decide escaparse a Porto Santo —la isla vecina, donde el mar parece más turquesa y el silencio más denso— lo hace para cambiar de ritmo. Para seguir en sobremesa, pero de otro modo.